lunes, 21 de febrero de 2011

Estar fuera (Capítulo 1 de 3)

Dennis Whopper (la uve doble corre a cargo de Faemino y Cansado en su difunta lamandibula.com) decía completamente borracho a sus dos hijos pandilleros (Mat Dillon y Mickey Rourke) en La Ley de la Calle: "una visión más aguda de la realidad no te convierte en loco, pero puede volverte loco". Ojo al dato -añado. Al oírlo, Mickey Rourke balanceaba su cabeza de lado a lado, como si le pesara, con una sonrisa entre el sarcasmo y el hastío mientras Mat Dillon abría la boca con cara de bobo y no daba crédito a lo que decía su viejo. Yo lo que quiero es repartir hostias sin más -debía estar pensando.

En esta maravillosa película, Mickey Rourke es El Chico de la Moto. El pandillero más chungo del barrio cuya chupa de cuero y Harley Davinson contrastan con la dulce y melancólica mirada de un niño herido. En la película el Chico de la Moto perfectamente podría dar un recital de hostias, de frases en plan Lord Byron y padecer amores tan intensos que duelen, pero no, se lo deja todo a su hermanito, él está de vuelta de todo. Sin embargo, su hermano sí quiere ser como era él en el pasado. Un rebelde sin causa, un lo quiero todo y lo quiero ahora: un rey de la calle. Y eso tan sólo arranca de Mickey Rourke indiferencia.

Lo que le pasa al Chico de la Moto es que tiene una visión bastante global de lo que pasa en su barrio. El hombre ha viajado -en moto, sí- ha visto mundo y ha recapacitado sobre lo que supone haber dedicado la adolescencia a repartir leches, ponerse ciego y fornicar indiscriminadamente. Durante la peli vemos como constantemente choca con su hermano hasta que, al final, cuando ya más o menos uno se ha enterado de qué es lo que pasa en ambas cabezas, Francis Ford Coppola deja que la película concluya en clave simbólica: El Chico de Moto está obsesionado con los peces exóticos de vivos colores de una tienda. Resulta que en las peceras en las que se venden están separados por compartimentos porque en tan poco espacio se pelean hasta la muerte. El Chico de la Moto dice que en el río tendrían espacio suficiente para vivir y no se pelearían. Pero en ese momento aparece el poli malévolo con gafas de espejo y, cuando Mickey Rourke dice: "alguien debería llevarlos al río"; él contesta: "y alguien debería quitarte de en medio".

Mat Dillon, que no tiene mucho seso, si flipaba con los "crípticos" mensajes de su padre, ahora ya sí que no sabe ni por donde le da el aire. En realidad, lo que se le escapa es que el símbolo está en los peces, que representan a los jovenzuelos, atosigados por una sociedad opresora, un futuro de mierda y ninguna posibilidad de evasión intelectual, razones por las cuales se pelean y esnifan pegamento. "Alguien debería llevarles al río" dice y hace Miki Rourke, que es acribillado a balazos en ese momento por el policía a orillas del susodicho río, dando a entender que el sistema necesita como salvaguarda preservar un orden en el que el hecho de que cada jovenzuelo ajuste libremente su vida a la visión que tiene de lo que le rodea, como señalaba el señor Whopper a sus hijos, va contra lo establecido y es anatema.

Pocas veces una película sobre pandilleros da una visión tan inteligente sobre el fenómeno y su componente lírico no se basa en pelanas con miradas vitriólicas haciendo pucheros con una botella de Jack en una mano y una navaja ensangrentada en la otra, sino que te abre el esternón e introduce dentro la sensación de "como mi vida es una mierda me voy a dedicar a hacer el gilipollas para por lo menos hacer ruido y si me muero pues me muero ya que no tengo ningún futuro en este barrio de estibadores portuarios irlandeses y obreros italianos del metro" y además a toro pasado, es decir, subrayando que el fenómeno no es más que una absoluta ridiculez. Más aún para quien ha sido el abanderado del tema.

He tenido que decir todo esto para explicarles que en esta trilogía voy a tratar el tema de los peces de colores que le gustan a Mickey Rourke. Seres preciosos, delicados, únicos, encerrados y que muerden. Y voy a tratar el tema torpemente y con tres brochazos mal dados tirando de la única fuente de cultura, sabiduría y conocimiento de la que he abusado en mi vida: la tele.

  • Pez Nº1: Lucas

    Afraid of the dark. 1992 (Francia, GB) Dir. Mark People: Lucas es un chico que carga con la tara de no ver tres en un burro. No ve nada de nada de nada. Cada día está más ciego. Y además, tiene imaginación porque le da por imaginarse que su madre también es ciega. Suponemos que por amor. El caso es que sus imaginaciones, en un principio variopintas, pasan a hacerse uno con sus miedos y Lucas está todo el día acojonado porque cree que un asesino de ciegos les va a matar a él y a su madre. Como Lucas puede que sea ciego, pero no gilipollas, empieza a ir por ahí con un par de agujas de hacer punto de veinte centímetros por si acaso, lo que le trae problemas. Su mejor amigo es el perro del vecino. Un can majísimo que le quiere un montón y que todas las mañanas le llama alegremente con sus ladridos moviendo el rabo y las orejas apostado en la ventana de su casa. Pues en una de estas, a Lucas le da por imaginarse que los ruidos que proceden de la ventana son de un asesino en serie de ciegos y le inserta vía globos oculares las dos agujas de hacer punto dando fin a su existencia patética de perro baboso de mierda. Pero como Lucas no comparte esta visión mía del perro, pues se lleva un disgusto de no te menees. Y el dueño del chucho ni te cuento, que se lo encuentra tirado en una esquina en avanzado estado de descomposición. Este pequeño incidente sin importancia vuelve aún más loco a Lucas que empieza a ver asesinos en serie de ciegos por todas partes. Hasta que llega un punto en que sus padres sospechan que está como una puta maraca. Impresión que se ve acrecentada cuando Lucas se fuga de casa con las agujas en una mano y su hermanito recién nacido en la otra. No voy a contar el final por respeto, aunque la película ya está bastante destripada. Tan sólo destacar en qué se puede convertir un pez de colores sensible y con imaginación si nadie se da cuenta de que a causa de una galopante ceguera que le hace abrir las puertas con el tabique nasal el chaval está completamente aterrorizado.

  • Pez Nº2: Francie

    The Butcher Boy (Contracorriente). 1997 (Irlanda, GB) Dir: Neil Jordan: A Neil Jordan ya se le vio en Juego de Lágrimas que tenía bastante pedigrí. Una película que parece ser una sesuda reflexión sobre el terrorismo y termina siéndolo sobre la sexualidad no es moco de pavo. Con estas referencias no es de extrañar que mole tanto El chico carnicero, llamada Contracorriente por los traductores hispanos que para demostrar que entienden algo las películas tienen que explicártela en el título jodiendo ese derecho sagrado de todo artista de llamar a sus creaciones como le venga en gana. El film trata sobre la vida de Francie, un muchacho hijo de un músico alcohólico y una madre enferma mental que está todo el día entrando y saliendo de un manicomio. Francie, dejando de lado las palizas que le da su padre a la parienta, tampoco está muy a disgusto, al contrario, es feliz y les quiere muchísimo. Al chaval la vida se le ha planteado así y, oye, tampoco va a montar un numerito, lo acepta y trata de estar a gusto. El problema aparece como siempre con los agravios comparativos. Resulta que la vecina, la señora Nugent, que tiene un hijo gafotas y empollón, no puede ni ver a la familia de Francie. Es más, les llama cerdos y le da asco vivir en la casa contigua. La respuesta de nuestro héroe es putear al hijo de los Nugent y cagarse literalmente, es decir, plantar un tronco humeante, en el salón de su casa. Esta acción armada le supone el ingreso en un reformatorio, donde, en su salsa, hace amistad con los internos a los que denomina cariñosamente "paletos", aunque la estancia no es del todo idílica ya que un cura le viste de vez en cuando de mujer para hacerse pajas frotándose con él. Después de esta experiencia se empieza a volver bastante loco y habla a menudo con la Virgen, representada ni más ni menos que por Sinead O'Connor. En esto que Francie hace un amigo, Joe, que le ofrece un pacto de sangre más con la intención de que Francie deje de maltratar al hijo de los Nugent que de ser amigo suyo. Pero ya da igual. La señora Nugent envía a dos matones para que le den una paliza a Francie. Aquí me viene un recuerdo de mi infancia. A mi me puteaba mucho una gorda mucho más mayor que yo, hasta que un día me tiró a la piscina y, lleno de rabia, la emprendí a patadas en la cabeza con ella. Me dejó en paz para siempre. Pues Francie hace algo similar. Le zumban constantemente los matones, y él en una de éstas coge una piedra y la emprende a golpes con los cráneos de estos. Está a punto de matarlos, y le dejan en paz, aunque como contrapartida su amigo Joe se escandaliza y huye. Este hecho, sumado a que el padre de Francie lleva muerto en casa varias semanas y el chico sigue hablando con él como si nada, hace que le envíen en esta ocasión a un manicomio donde le dan electroshock y demás lindezas. Así que por fin se vuelve completamente loco, no para de ver cerdos por todas partes y habla con la Virgen en cada retrato de ella con el que se topa, de forma que su amigo pasa de él y, como Judas, le niega tres veces. A Francie esto le rompe y comienza a desear el holocausto nuclear. La visión de las bombas nucleares estallando a su paso es muy impactante. Yo también me reconozco en estas escenas, pues todas las mañanas cuando entro en el metro deseo que ocurra algo semejante, o bien un holocausto nuclear o bien un terremoto descomunal, pero algo que me libre de tener que pringar siempre esclavizado por la rutina. El desenlace de todo esto es morrocotudo. El pueblo espera que se aparezca la Virgen y hacen una especie de rezos comunitarios. Mientras, Francie va casa de la vecina y hace con ella algunas cosillas. Esas cosillas las descubre una mujer posteriormente y pega un par de gritos. Entonces los vecinos se creen que se ha aparecido la Virgen en casa de la señora Nugent y corren emocionados dando gracias a dios al interior de la casa donde, por el contrario, lo que se encuentran es un graffiti en la pared escrito con las tripas de la susodicha en el que se lee "Cerdos". Omitiré el final, aunque de nuevo la cosa más destripada no puede estar. Lo que hay que destacar es que a un pez de colores necesitado de cariño, cuando se le desprecia, se convierte en monstruo. Para recordar, una frase que le dice la Virgen a Francie: "Te quiero mucho, pero el mundo va por un lado y tu por otro, chico, qué le vamos a hacer".

  • Pez Nº3: Léolo

    Léolo. 1993 (Canadá, Francia) Dir: Jean-Claude Lauzon: Después del cagueta y el trastornado, ahora le toca el turno al punk. A ese chico que se sienta en el porche de su casa a disparar con su escopeta de juguete a todos los coches que pasan, Léolo. Hablar de esta película no es fácil porque es la mejor película de todos los tiempos, no obstante, su autor, Jean-Claude Lauzon, puso toda la carne en el asador porque de algún modo debía presentir que, al poco de terminarla, palmaría en un accidente de avión. Se trata de un poema visual sobre el hecho de soñar y crear, pero muy especialmente, trata sobre verbalizar. Y de qué forma. Verbalizar sin público. En tu cabeza, de ti para ti mismo. Para no morirte en vida. De ahí el lema que se repite constantemente "porque sueño, yo no lo estoy [loco]". Leo Lozeau es un muchacho que forma parte de una familia de dementes y retrasados. Pero el asunto no le preocupa demasiado, sin ningún tipo de complejo se inventa su propio origen al margen de esa casta de chalados. Él es Leolo Lozonne. Un día un italiano estaba masturbándose frente a unos tomates que se exportaban al Canadá desde su pueblecillo transalpino y por un extraño accidente uno de ellos terminó en el interior de la vagina de la madre de Léolo, que quedó encinta. En realidad la familia es francófona y vive en Montreal, con lo que ante tal sin dios de culturas, Léolo opta por la que más le gusta, aunque no esté allí presente, la italiana, porque "Italia es demasiado bonita para dejársela sólo a los italianos". Toda la historia transcurre al ritmo de la narración de los textos que escribe Léolo, que son leídos por un extraño ser que mora por la zona hurgando en las basuras, donde ha encontrado los diarios del chaval. Léolo no sabe que le leen. Por eso la historia se convierte en un pequeño catalejo por el que se diferencia su vitalidad entre el mar de inmundicia que es su barrio. Pero el chico no se apoya en ningún público, todas sus palabras van a la basura y, por arte cinematográfico, llegan a nosotros. La película describe un retrato de la preadolescencia. Tiempo de despertar sexual, Léolo se masturba introduciendo el pito en un hígado -supongo que de vaca- al que con una navaja le ha hecho una rajita; y tiempo de odios y rabietas viscerales, Léolo intenta ahorcar a su abuelo porque paga a la chica que le gusta para que le enseñe las tetas y le chupe los dedos de los pies y porque él ya le había intentado asesinar antes. En general, Léolo odia a su familia, salvo a su madre -"mi madre tenía la fuerza de un gran barco navegando por un océano enfermo"- pero sí muy especialmente a su padre -"un perro que mordía su vida perra (...) un hombre con una expresión en la cara como de hola y adiós"- y se ve obligado a convivir en la misma habitación con su hermano, que desde que le pegaron de pequeño "había hecho del miedo su razón de ser" y dedicaba las veinticuatro horas del día a engordar sus músculos haciendo ejercicio (un saludo cariñoso desde aquí a todos los que os matáis en el gimnasio) para que luego, ya de mayor siendo todo un cachas, le vuelvan a pegar sin que pueda defenderse "porque el miedo habita en lo más profundo de nosotros y, ante eso, nada se puede hacer". Con sus otras dos hermanas encerradas en un manicomio, cada una por diversas causas, y obligado a cagar diariamente pues su madre se había convencido de que "la salud florece al cagar", a Léolo sólo le queda el mundo que está dentro de su coco, esa pequeña parcela infinita que es la imaginación, donde Bianca -la que le chupa los pies a su abuelo por unos reales- le canta dulces canciones en la preciosa Italia. Para hacerse una idea de cómo debe ser el mundo real en el que vive Léolo tenemos una escena en la que conocemos a sus amigos, una pandilla de alcohólicos encuerados que apuesta a ver si un chaval es capaz de follarse un gato -ganan los del sí. Léolo dedica unas líneas mentales al muchacho: "su madre estaba preocupada por si su hijo fumaba, por eso le olía todos los días los dedos de la mano, tranquila, su hijo no fuma, se folla todo lo que se mueve, por eso tiene el pito carcomido por las bacterias y se prostituye con su entrenador de hockey, pero no se preocupe, que no fuma porque se ahoga". En esta tesitura el señor ese extraño que hurga en las basuras trata de hacerle llegar al profesor de Léolo los textos que ha encontrado, pero éste, especialista en judo, pasa olímpicamente de ellos e ilustra al viejo: "en este pueblo todos los chicos serán carpinteros, y los que sepan escribir bien pondrán multas si pueden entrar en la academia de policía". Consciente de ello y terriblemente aburrido, Léolo se come todos sus escritos con la intención de quitarse la vida "había disparado contra todos y ya era hora de apuntar la pistola hacia mi boca". Por lo que termina, como el resto de su familia, en el manicomio. Qué debemos sacar en claro de esto, que los peces de colores con una visión más aguda de la realidad tienen que poder compartirla con alguien, sino se ponen mustios. No todo el mundo puede hacer en esta vida como el hermano de Léolo, al que un orientador del colegio le pide que dibuje lo que quiera en un folio en blanco y al cabo de una hora se lo devuelve tal cual: "he dibujado un conejo blanco en la nieve ¿no lo ve? Está ahí".
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