lunes, 21 de febrero de 2011

La Lagartija

Cómo atraparlas: técnicas de caza / Cría en cautividad: ¿cómo se lo digo a mi madre? / Alimentación común y Nouvelle Cousine: mis mejores recetas / Decorando el terrario: ¿Piedra o Ladrillo? / El primer amor: "oh, oh, creo que está embarazada" / Sus peores enemigos: plantando cara al chulito del barrio


Los niños que pasan largas temporadas en soledad antes de enrolarse en la pandilla de macarras de su barrio comienzan a manifestar enseguida una serie de síntomas tales como hablar solos, inventar personas ficticias o muy especialmente, el tema que nos ocupa, desarrollar aficiones extrañas.
Yo fui uno de esos niños solitarios y ante la imposibilidad de tener un perro o un gato, me dio por criar bichos de toda índole. La manutención de un insecto, por ejemplo, seguida de un estudio visual diario de su conducta era para mi una actividad de lo más entretenida y apasionante. Y dirá usted: eso lo hemos hecho todos, todos hemos criado gusanos de seda. Sí, no te falta razón -te contestaré- pero los gusanos de seda, los coges y te los metes por el culo porque son una puta mariconada, y no por el apelativo "de seda" que también, sino porque el echarle hojas de morera que tragar a unos seres que podrían sobrevivir en el mismísimo núcleo interno del Sol, tiene la misma gracia que jugar al Out Run con tiempo infinito (créanme, lo he probado y no mola nada, a no ser que te guste conducir como al payaso del anuncio de Audi)
En aquellos "maravillosos" años pasó por mi hogar la pirámide alimenticia comprendida entre la lombriz y el mirlo especie por especie. Ni que decir tiene que, como los grupos de rock and roll, unos bichos son apasionantes, la mayoría un coñazo y algunos una puta mierda. Por ejemplo, la lombriz, en un cubo de estos de playa, con una cantidad de tierra mantenida equilibradamente húmeda, podía sobrevivir lo que quisiera si ibas cambiando la tierra y tal, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba oculta en sus galerías y no la veías ni-de-coña ¿Dónde está la gracia? El asunto podría ser toda una experiencia de tener una especie de hormiguero artificial de cristal de esos que sólo salen en los libros de sociales, pero en esta disciplina urbana hay que partir de la base de que sólo te puedes arreglar con los trastos de tu casa y librando cada día una lucha encarnizada con ese demonio satánico y maligno que es tu madre que te puede tirar el asunto a la basura en menos que canta un gallo amparándose en la más sucia traición y con las peores artes.


A la caza

Como es lógico, el primer paso para criar lagartijas en cautividad es arrebatarles vilmente la libertad. Para ello, se puede uno hacer muchas pajas mentales, como veremos más adelante, pero sólo hay una premisa que yo considere indispensable: llevarse un bote. A partir de aquí, que cada uno haga lo que le salga de la polla.
Sí es cierto, por otra parte, que es muy recomendable el uso de un calzado adecuado. En mis tiempos mozos, la veda de la lagartija se abría en la temporada estival, tiempo en el que uno iba ataviado con su bañador y unas chancletas pues pasaba la mitad del día con el culo metido en la piscina. Como mi principal coto de caza era un descampado cercano, hago especial hincapié en lo del calzado porque en numerosas ocasiones fui en chanclas y volví, en chanclas también, pero sangrando y, muy probablemente, con mutaciones en el ADN de mis células madre, porque eran los ochenta -¡hoy es el futuro, nena!- y aquello estaba cubierto de un tupido manto de cristales de litrona y bucólicas chutas de caballo.
Mis técnicas personales y autodidactas de caza no llenarían muchos minutos en Jara y Sedal. Consistían básicamente en acecho, paciencia y manotazo. Que consiste en localizar al reptil en su grieta o agujero, quedarse quieto como una puta aguantando la respiración esperando a que salga confiado y, cuando está a tiro, atraparle con la palma de la mano en un movimiento que exigía una concentración y una pericia de talante guerrero, por lo menos, oriental. Porque la mano tenía que ir rápida y blandita, para no aplastarlas, que me ocurrió más de una vez. Por de pronto, decir que todas se cagaban en el violento lance.

Pero hasta en un mundo tan marginal como la caza de lagartijas en descampados de extrarradio, había quién te intentaba epatar con sus inventos. En una ocasión, atisbé en la lejanía a un muchacho solitario. Éste se fue acercando lentamente hasta que, en mi puta chepa, me preguntó qué hacía. Le expliqué el asunto y el hombre trató torpemente de imitarme. Este interfecto también era un muchacho solitario, pero con más razones que yo, el acababa de llegar de Yugoslavia. Desgraciadamente, se hizo mi amigo y le tuve que aguantar yo las horas que no estaba con su madre, pero al menos, me dejó divertidos recuerdos. En especial uno que me dejó maravillado. Como mi a eslavo compañero le pesaba un poco el culo a la hora de adoptar posturas imposibles sobre la expectoración sangrienta de un yoni y una lavadora oxidada, el muy cerebrín se inventó un arma para la caza de la lagartija. Un día me vino con un pequeño maletín de madera en cuyo interior había una cerbatana, que no era otra cosa que un puto tubo de hierro que había encontrado el día anterior en el descampado. De todas formas, eran dignas de elogio las flechas que había fabricado artesanalmente con plastelina, celofán, corcho y un alfiler. En un principio, el invento me dejó maravillado, pero en la práctica, eso era más inofensivo que los rifles polacos del s.XIX que le vendieron a Negrín en el 38. En toda una tarde que estuvo el buen hombre chuflando del artefacto sólo consiguió clavarle una flecha a una lagartija que no sólo no se inmutó, sino que se desprendió del alfiler con un movimiento tan leve como el que quita la caspa de la hombrera. Aprendimos la lección aquel día de que para perforar la piel de un reptil con un alfiler hace falta una detonación mayor a la que puede ofrecer el pulmón de un niño de ocho años. Mi relación con este chico fue a más, pero poco más. Se cortó años más tarde cuando su madre le pidió a la mía dinero para no sé qué movidas de victimas de la guerra de Yugoslavia (eran Croatas) y mi madre pasó de ella olímpicamente.

Para concluir, añadir que también te podías ayudar de un palo para sacarlas de sus grietas. A lo largo de mi carrera, he visto como se las reducía con tirachinas, tiragüitos e, incluso, con escopetas de aire comprimido. Muy entretenido, supongo, pero a mi nunca me ha gustado matarlas. Y no por ecologista, que animales he matado a patadas unos cuantos cientos a lo largo de mi vida, sino porque, quizá, yo tenía una visión más compleja e ilustrada de la relación ser humano-lagartija que los paletos de mi barrio y los paletos de mi pueblo.


En cautividad

Una vez en casa, si conseguimos que nuestra madre trague con el asunto, lo primero que hay que hacer es darle un hogar a nuestra huésped-víctima. Para esto hay que tener en cuenta un factor muy importante: La lagartija, para comer, necesita calentar su sangre con los rayos del sol, por lo que no nos vale una caja de zapatos con agujeros en la tapa. A priori, necesitamos paredes de cristal, por lo que una pecera normal y corriente vale de maravilla. Aunque la lagartija que más me duró a mi, Cleopatra se llamaba, vivió cómodamente en un tarro de miel de ocho kilos de capacidad que le regalaron a mis viejos no sé donde.

Por otra parte, el único mueble que necesitan en su hogar es una piedra bajo la que resguardarse, por lo que podemos pillar cualquier canto o bien, si nos ponemos pijillos, ir al IKEA de las lagartijas, que en castellano se llama obra, y hacerse con un ladrillo, el cual arrojaremos contra un muro, pared o suelo hasta que alguno de sus pedazos adopte la forma que nos convenga. Podemos realizar esta operación cuantas veces queramos pero teniendo en cuenta que la sustracción de ladrillos en las obras españolas -al menos en mis tiempos- está penada con una hostia contante y, sobre todo, sonante, en la cara del infractor por parte de un señor trabajador de la construcción, que además de dejarle a uno pitando los oídos, le puede ocasionar una brecha de siete puntos en el moflete por la abrupta aspereza que normalmente caracteriza la palma de la mano de los obreros españoles.


Alimento para mi campeona

En las múltiples conferencias que he dado sobre este tema a lo largo de mi vida, siempre he dicho que lo verdaderamente jodido empieza cuando ya tienes a la bicha enfrascada en tu habitación muerta de risa. Alimentar y mantener vivo a un ser tan frágil y delicado como una lagartija es una tarea laboriosa de cojones tirando a de la hostia.
En primer lugar, necesitamos un flexo, porque lo de los rayos de sol, si tienes una terraza orientada a la puta sombra eterna, como me pasaba a mi, no funciona demasiado bien. Por eso , lo suyo es acercarle un flexo, que salga de su madriguera, se sitúe sobre la piedra o ladrillo y, una vez espabilada con el calorcito de la bombilla, empiece a sacar la lengua. En ese momento le echaríamos la comida y, sin lugar a dudas, ella se la zampará rápidamente.
Pero ¿qué le damos de comer? esto es complicado. En lo que respecta a mi experiencia personal, yo bajaba a los jardines y descampados del barrio y pillaba una buena cantidad de hormigas. Mi campeona se las tragaba como si fuese un aspirador, daba gloria verla. Ahora bien, había un compañero del cole que me aseguraba que a él sus lagartijas le comían trocitos de carne cruda ¿sería verdad? probé unas cuantas veces y ni se acercaban así que no sé, pero sí sé que es necesario añadir en este contexto que este individuo aseguraba que, cuando iba a Galicia con sus padres de vacaciones, había un puente que tenían que cruzar dominado por una torre en la cual había un loco con un M-16 que disparaba a todos los coches que pasaban, de forma que su padre tenía que esquivar las ráfagas haciento trompos y la de Dios es Cristo, por lo que cabe una posibilidad de que lo de los trocitos de carne sea una jodida mentira podrida y sarnosa.
Alimentar a nuestra campeona es seguramente lo más emocionante del hecho de criarla en cautividad. Especialmente, es todo un espectáculo verla cazar una mosca y engullirla de un bocado o, la madre del cordero, asistir al enfrentamiento con un cortapichas con posterior deglución violenta del mismo. Juro por dios que eso es más emocionante que ver como tu hijo da su primer paso, dice su primera palabra o se caga por primera vez en esa alfombra de 1.200 euros que estás pagando a plazos como un gilipollas sofisticado de hoy en día tonto del culo. Pero tampoco es oro todo lo que reluce, en una ocasión introduje un cortapichas negro bastante grande –sería otra especie superior- totalmente convencido de que iba a presenciar un combate trepidante y el muy cabrón, no sólo la mató en un plisplás, sino que ocupó su morada y se alimentó de ella durante meses. Fiel a las leyes de la naturaleza, dejé que ocupara el tarro y le llamé "Charli" le alimenté con trozos de fruta y moscas hasta que un día apareció seco, como apareceremos todos. Era un cabrón que me mató una lagartija, pero todos mis respetos hacia él allá donde esté.

En este sentido drámatico, recuerdo la desgraciada visita de mis primos durante unas vacaciones de Navidad. Los muy cabrones querían jugar al ordenador como fuera y en mi habitación sólo había un enchufe por lo que fui obligado por Herr Mi Madre a sacar a la terraza el terrario y renunciar al único enchufe en el que podía poner mi flexo para darla de comer. Así pereció mi Cleopatra, semicongelada mientras, tras la ventana, dos hijos de Satán se lo pasaban en grande con el Ikari Warriors.


La reproducción

No nos vamos a engañar, que las lagartijas se reproduzcan en cautividad es más jodido que teletransportarse de un lugar a otro. Al menos, en la cautividad de una pecera con tierra y un trozo de ladrillo en un séptimo piso.
Se supone que para distinguir los machos de las hembras, hay que fijarse en el tamaño y en la cabeza. La verdad es que yo en mi vida he visto dos lagartijas iguales y, además, las muy perras no llevan DNI con lo que es imposible saber su edad y, por tanto, establecer criterios lógicos respecto a su tamaño. El caso es que no hay dios que las haga reproducirse en casa.
De todas formas, yo una vez cogí una embarazada, la chica puso sus huevos y estos se secaron al sol, sin más. Lo cual no quita que yo haya asistido a ese elevado momento como es la reproducción entre reptiles coleópteros; resulta que en mi pueblo a mi tio se le puso un día en los cojones que toda lagartija que viese en la era la subiría a nuestro palomar-gallinero, que no es más que una excepcional ruina de adobe y madera carcomida que se puede desmoronar sobre nuestras cabezas cualquier día, pudiendo ser ese día dentro de cinco minutos tranquilamente. Pero dejando de lado los riesgos inherentes a la condición humana ibérica, no puedo sino estar orgulloso de la mancomunidad de lagartijas que tenemos ahí montada. Al final de la primavera, empiezan a correr y a procrear en los ladrillos de adobe más románticos y en verano da gloria ver la cantidad de crías que corretean inocentes ante la aburrida mirada de nuestra perra.


La extinción

En mi barrio ya no se ve una lagartija ni por casualidad. En un afán científico he tratado de averiguar el porqué y sólo se me ocurren dos hipótesis:

A/ "Los Chismosos Horrorosos": El nombre con el que Hommer denomina a sus cuñadas le viene al pelo a una pareja de hermanos, chico-chica, con los que desgraciadamente compartí esta afición. Recuerdo como aparecieron sus siluetas en el horizonte del mismo modo que hizo el yugoslavo en su día y que, desde ese momento, tuve que sufrir su existencia durante años. En nuestra primera toma de contacto venían acompañados de una bestia zafia con la intención de meterse conmigo, de putearme un poco. Yo estaba cogiendo hormigas para mis campeonas y, tras unas preguntillas, empezaron a joderme con el: ¿te gustaría que te cogiera un gigante y te metiera en una jaula con un reptil hambriento? Me intentaron arrebatar mi tarrito y protagonizamos un tragicómico episodio violento que concluyó con una pérdida de volumen capilar importante por mi parte, las dos guarras llorando como dos putas perras y el enano zumbón intentando hacer karate unos metros más allá -En la actualidad, el enano programa ordenadores, su hermana es cajera del Carrefour y la chusquera que les dirigía juro por dios que es lesbiana y está liada con un monstruo de siete colas que limpia escaleras y, al menos a mediados de los noventa, lo hacía escuchando Parchís, doy fe- De aquel día sólo pudo nacer una bella amistad. Los dos hermanos, que no tendrían una vida muy apasionante, abandonaron a sus compañeras de comba a merced de la protolesbiana y se venían todos los días a verme a mi coger bichos, en un principio, y a cogerlos ellos al poco tiempo.
La motivación podía ser originada por un complejo de monoimitamonos, por la puta novedad o por, el motivo real, ganas de ser más. Y es que si algo les hacía felices a estos dos era haber cogido al cabo del día más lagartijas que yo, de hecho, el puto enano zumbón se convirtió en una puta máquina adiestrada para localizar y exterminar lagartijas. No bromeo, en el tiempo que yo cogía una y un puñadito de hormigas, estos dos hijos de primos se hacían con por lo menos siete u ocho. Además, les daban besos, les ponían nombres ultragays -recuerdo uno: Chivín- y, sinceramente, creo que fueron el motivo por el cual dejé la caza por una pelota de balompié y me fui a las canchas de fútbol del barrio donde fui introducido en el mundo del jembi y de la dronga por unos chicos que ahora alicatan váteres. Así que, pues eso, no me extrañaría que esos dos cabrones acabaran con toda la fauna de reptiles del distrito.

B/ Las salamanquesas: Lagartijas no se ven, pero salamanquesas hay a puñados. En recaídas que he sufrido me he acercado a ver si me hacía con alguna lagartija, pero cual era mi sorpresa que lo único que había eran unos bichos con pinchos en la piel, ventosas en los dedos y ojos de buey. En un principio pensé que sería trepidante la manutención de una salamanquesa, pero es bastante complicado, al menos para mi. Como en la ciudad cazan por la noche a la luz de las farolas, simular este hábitat en un pisito es bastante complicado. Lo comprobé porque cuando les ponía el flexo, en lugar de salir a calentarse, como las lagartijas, se escondían debajo de la piedra con cara de sofoco. Nunca logré hacer nada práctico con ellas y su abundancia me ha terminado dando nauseas. Lo mejor que me han dado fue ver como un gato despedazaba una por motu propio y una descarga de adrenalina tipo puenting un día que encendí un mechero en una grieta a ver si cazaba alguna y me encontré a dos palmos de mi cara una rata con dos incisivos de un par de centímetros colgando de su boca. Aún me da escalofríos y, eso, que quizá las salamanquesas hayan desplazado a las lagartijas de su zona.


MODA REPTIL:
Lagartija (Fig. Izq) La lagartija entiende la vida como algo trágico y doloros por eso porta una gótica manicura de postizos largos y puntiagudos, asimismo, en lo más profundo de su corazón luce la tibia luz de la poesía y el amor, pues sus ojos, de oscuro y opaco rimmel, dotan su alma de una profundidad espiritual muy intensa. Escucha The Cure y New Order en la intimidad y U2 con los amigos y de sport.
Salamanquesa (Fig. Der.) La salamanquesa se abriga con una gruesa capa de piel que le hace invulnerable. Su manicura redondeada y de formas curvas se adapta a todas las superficies conformando el reptil del siglo XXI: joven, dinámico, sofisticado y ambicioso. No se detiene ante nada, el mundo es suyo. Cuando hace tríos, pone Massive Attack, pero para conducir su A3, se relaja con Bossa Nova.



El último escalafón del guerrero

Pero cuando uno se hace adulto, cuando uno empieza a contemplar los atardeceres otoñales con el ceño fruncido y la vista perdida en el horizonte, ya no puede andar cogiendo lagartijas por la calle como un retrasado mental. Hay que afrontar nuevos retos y uno de ellos es el de los lagartos a secas.
Mi abuelo me enseñó dos cosas en la vida: a hacer carreras de caracoles y a cazar lagartos. Sobre los primeros, decir que lo único que adquirí fue un dilema moral sobre si abandonar o no a mi abuelo a su suerte e irme a jugar por ahí cuando éste me invitaba a presenciar una carrera de caracoles quedándose él dormido en el acto y los caracoles recorriendo caminos azarosos cada uno en una dirección. Pero como quién no es afortunado en el juego, folla mucho -o algo así- ya se sabe, quién no controla de caracoles, arrasa con los lagartos -afirmo yo- porque la técnica que me enseñó para su caza era efectiva como una Bomba H. Consistía pasear por el campo, localizar alguno y perseguirle hasta su agujero. En ese momento, nos quitamos el cordón del zapato y hacemos un lazo sin anudar del todo, lo situamos en la boca del agujero por el que se ha metido y, con los brazos extendidos con un extremo del cordón en cada mano esperamos a que el lagarto asome el cabezón. En ese momento ¡zas! tiramos con fuerza y ahí le tenemos, cogido por el cuello con nuestro lazo mortal.

Tengo que decir, que si eres un niño de ciudad acojona un poco coger a un bicho de dos palmos de largo con cara de demonio, pero su manutención es de lo más entretenida. Mi tío les daba huevos de codorniz y agua con azúcar. Posteriormente, cuando morían, llevaba su cadáver a un hormiguero y lo dejaba ahí para, a los pocos días, volver y recoger el esqueleto bien limpito y romper la monotonía decorativa de los portarretratos y las bandejas de plata de nuestras Madresfürher con un original esqueleto de reptil. ¿Pasa algo? a otros les da por morder esquinas o, lo que es peor, por la filatelia.

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