lunes, 21 de febrero de 2011

Navidades Europeas



Hace unos días estuve dando un paseo por El Retiro con un pariente de unos sesenta años de edad. Un manto de hojas caídas del otoño cubría el suelo como un vasto tapete sobre el que los niños, alegres y dichosos, corrían y reían jugando. Otros, sin embargo, hormigueaban alrededor de lindos puestecillos de títeres en los que vivarachos artistas perseguían sus pequeñas sonrisillas desplegando sus ocurrencias y cuentos de fantasía que alimentaban sus sueños e inundaban de ilusión sus corazoncitos. En el estanque, como en un cuadro animado, parejas de enamorados flotaban despacio en las viejas barcas sobre las que todo madrileño guarda el recuerdo de al menos un apasionante romance. El frío viento lograba que nos acurrucásemos dentro de nuestros abrigos, pero no terminaba de ganarle su batalla al sol mesetario, que de una forma u otra, siempre se las arregla para terminar calentando un poco. Íbamos así, en estas circunstancias, conversando un poco de todo, cuando llegamos a la Fuente de la Alcachofa, donde, de pronto, algo llamó la atención de mi acompañante, de provincias él, que con un gesto de sorpresa señaló al frente y dijo: "¡hostia! unos baños públicos, qué castizo". Acerquéme a los urinarios y expliquéle, no sin cierta arrogancia, que dada la ubicación de los servicios -como los buenos gatos sabrán, la Fuente de la Alcachofa está situada en una esquina del estanque y si trazamos una línea entre ella y la estatua al Ángel Caído, que está más adelante, y otras dos desde ambas hasta la verja que delimita el parque, tendremos el rectángulo de la zona gay donde varones de vida alegre ven como sus pollas son comidas por otros varones más maduritos aún que tienen a sus hijos jugando en los columpios a la manera descrita al principio de este texto- me sorprendía bastante que estuviesen abiertos al público, que yo siempre los había conocido cerrados y que ello se debía a que eran un lugar muy frecuentado no sólo por los moradores de la zona gay, sino por yonkis y demás fauna de toda índole que no iba a mear precisamente. Seguimos entonces nuestro agradable paseo, pero el hombre se tornó pensativo y meditabundo, se veía que aquellos váteres le habían recordado algo y rompió a hablar:

"pues yo, cuando estuve en París en el 68, en agosto, que me perdí lo de mayo (obsérvese la honradez del caballero, pocos de su quinta serían capaces de resistirse al relato ficticio de un polvo total con Simone de Beauvoir y todas sus amigas trisexuales entre cargas policiales, banderas negras y emocionantes consignas gritadas al viento) y resulta que todos los días iba a mear por las mañanas al mismo baño público. Allí me llamaron la atención unos tipos raros, oscuros, muy callados, que todos los días, todas las mañanas, estaban ahí troceando barras de pan y echando los pedazos al suelo. Nunca pude explicarme qué hacían estos tipos puntuales como un reloj echando pan por todos los rincones de forma minuciosa y, sobre todo, paciente. A las dos semanas de estar allí, y tras una serie de altercados con la policía, que andaba identificando a todo lo que era "joven", y si ya de paso era español, pues riéndose un rato a su costa acojonándolo bien, no podía soportar la curiosidad y decidí preguntarle a un amigo aborigen de las Galias: Oye ¿qué hace esta gente echando pan por el suelo todas las mañanas?

- ¡Ils sont les coprophages! -me contestó soprendido
- ¿Mande? - respondí en perfecto aragonés oscense.

Y entonces me explicó con calma y no sin condescendencia, como con pena, asumiendo que yo era de fuera, que esa gente echaba mendrugos de pan en el suelo todas las mañanas, para ir luego por la noche a recogerlos bien impregnados en orines al cabo de todo un día de meadas y comérselos a párpado caído y tiritante ahí mismo, en el parque que había ahí fuera".

Siguió nuestro paseo y la verdad es que yo me quedé sin palabras. España... ¿Cuánto le queda a España para estar al nivel real de la media europea? ¡Me duele España! -dijo Unamuno. Digolo yo hoy también.



Además de los paseos, otra cosa bonita de la Navidad son las bacanales que nos dan a los periodistas. Yo en esta ocasión he llegado a salir a aperitivo-cóctel, comida y cena por día un par de veces. En cierta ocasión, en el colofón del pasado año, no conocía a nadie en el convite. Ni siquiera a la empresa que me estaba dando de comer, pero el carpaccio de salmón estaba de putifa, eso que conste. Como no sabía quién era ni su puta madre, pues busqué a alguien que estuviese solo como yo y me puse a su lado. Se trataba de una señora algo mayor. Sesenta y tantos, calculé. Hablamos de lo humano y lo divino mientras íbamos tragando todo lo que nos echaban en el plato. Mientras nos narrábamos las vidas, me comentó que había estado muchos años dedicándose a los fascículos coleccionables. Según decía, en los que más le gustaba trabajar era en los de plantas, su hobby. Tampoco le disgustaban los de salud, belleza y demás variantes. El caso es que ese tipo de curro se hacía en verano casi siempre, pues en septiembre se lanzan todas las colecciones y sus campañas publicitarias. Por lo visto, el mundillo tiene que ser apasionante como la Guerra Fría, porque todo lo que va a aparecer en otoño es siempre alto secreto ya que, en cuanto hay alguna fuga de información, la competencia saca a marchas forzadas algo igual tirando de su stock sólo con la intención de joderle la vida a la empresa rival. En este mundo cruel, guerra sucia o lucha por la supervivencia, ocurren muchas desgracias monetarias, según dijo, pero añadió que existe una especie de colchón, un cinturón de seguridad para cuando andas puteado en el mundo de los fascículos coleccionables: sacar algo sobre la Segunda Guerra Mundial. Da igual lo que sea, armamento, grandes batallas, vehículos, maquetas de aviones, cualquier cosa... y apostilló, literalmente: "por alguna extraña razón que no sé cuál es, existe todo un universo de desgraciados que no deja pasar una". Entonces, resoplando, continuó con que no existía en este mundo mayor tortura para ella que trabajar en ese tema. "¡Qué coñazo!" -me susurraba al oído. "Pero, oye, hay que comer" -decía masticando. No vi oportuno hacérselo saber, pero me quedé con las ganas de decirle que conocía a más de un flipado, entre los que me incluyo -aunque yo tire de Cuesta Moyano para estas cosas- que forman parte de ese peculiar estrato de población fascinado por esa guerra. Es más, me imaginé a ese pequeño héroe urbano partidario de una Europa Blanca que le notifica a su compinche la aparición de "una colección de todos los cañones de punta perforante de la hostia de la Wehrmacht con réplicas de plastilina para hacer en casa a tamaño real" mientras el otro, en pleno ataque de palpitaciones por la emoción, sueña con que los fascículos se hayan elaborado con los archivos desclasificados de Leon Degrelle, cuando en realidad toda la obra está dirigida y supervisada por una viejecita ecopacifista experta en plantas que, con una mantita de cuadros en las piernas y bajo la luz de una lamparita con mampara de bordados sobre motivos navideños, corrige uno por uno todos los fascículos. Para más cojones, cuando giré el cuello para conversar con otra persona que tenía al lado, que también era de Dios, me enteré -era la encargada del convite- de que hay toda una caterva de especialistas en colarse en este tipo de actos a cochear canapés y hasta para sentarse a la mesa como uno más y debatir entre colegas con los expertos en cualquier cosa, por ejemplo, bioquímica y biología. Lo que sea con tal de cenar gratis. Pero que el otro día fliparon en colores, porque lo que se coló fue una anciana en silla de ruedas con la dominicana incluida y que, como no sabían si reír o llorar, la dejaron ahí sin decirle nada que se pusiera ciega. Dos semanas después, lo cierto es que no entiendo muy bien por qué estas chorradas me hicieron tanta gracia, pero es importante que el pueblo lo conozca, clame venganza y mate algún transeúnte a palazos.



A pesar de que la gastronomía está entre lo más elevado de mis preferencias, lo mejor de la Navidad ha sido "Me Llamo Earl". Es una serie que creo que echan la Sexta y la Fox. A mí me han pasado la primera temporada íntegra en un dvd. El caso es que tras el final de la última temporada de los Soprano y a la espera de que en ese apéndice que está por venir Tony reviente vísceras a dentelladas o sea lentamente abrasado con un lanzallamas por parte de cualquier rival mafioso -no me dejó del todo satisfecho la sexta temporada con tanto mimo, tíos- en Me llamo Earl he encontrado una pedazo de serie de toma pan y moja. Se dan en ella no sólo todos los iconos de la cultura basura americana que como un perfecto subnormal he adorado durante mi pre y post adolescencia, sino que además hace gala de un leitmotiv amoroso y buenrollista, que tampoco dista, por otra parte, del cristianismo rancio que a mí como avasallado en este valle de leolos me pirra, me pierde... me entusiasma. Hasta tal punto que un día en el metro, por un momento, me pregunté si no merecería la pena que yo hiciera algo parecido a la lista de Earl -una enumeración de todo lo malo que has hecho en esta vida y te propones, punto por punto, ir enmendándolo. Fue empezar a darle vueltas y que me viniera a la cabeza el recuerdo de un agravio cualquiera que había perpetrado hace muchos, muchos años. La cosa era que estaba en el portal de mi casa, dentro del ascensor, esperando a que alguien entrara para gastarle una broma infantil inocente y sin importancia. Una persona se acercó, vi que era una mujer y, cuando iba a abrir la puerta del elevador, yo abrí y cerré de un portazo dándole al botón y gritándole en la cara: ¡¡adiós hija de puta!!. Bien, esa mujer, víctima de mis heces mentales, era esposa de un vecino y madre de dos hijas, vecinas también ellas. La vida quiso que muriera a los pocos años, sin yo haber vuelto a intercambiar palabra con ella, de un derrame cerebral. Una cosa espantosa, era jovencísima. Pensé entonces, el otro día, si, al modo de Earl, llamar a la puerta de la casa del marido y explicarle al señor viudo -que lo ha intentado después con otras señoras, sin éxito debido al recuerdo de su mujer- que poco antes de que su esposa muriera de un derrame cerebral, yo la llamé hija de puta en la cara a voz en grito. Que a ver si podía hacer algo por él para reparar el daño con una enorme sonrisa. Lo pensé, sí, y deduje que mejor estarme quieto. Calladito. Tal vez sea esta reacción el pronto hierático que tenemos los europeos que no nos deja ser tan impetuosos y deliciosamente inocentes como Earl.



Finalmente, anduve por mi pueblo. Allí tiene la familia una casa. Es tocha, de cuatro plantas. Todas ellas, excepto la primera, están alquiladas a rumanos. Cuando tuvo lugar este sucedido aún no eran europeos, faltaban seis días. Vaya por delante que todos ellos son excelentes vecinos, gente agradable ¡y muy trabajadora! -que enfatizaría un octogenario. ¿Todos? No. Hay uno, un pequeño cabrón, que se hizo europeo bastante antes que los demás. Se trata de un camionero que cuando libra le da por beber y se gasta la nómina en las tragaperras. Uno, el típico, que es más despierto que los demás, se fija mucho y decide hacerse español antes de tiempo. Un precursor. Por otra parte, resulta que mi pueblo es cristiano viejo: español español español. Y la gente, borracha por las noches como suele ser habitual, cuando va por la rue y quiere mear no se conforma con una pared, ni con una esquina. Tiende a meterse en un portal y mear dentro, a resguardo de los elementos. Se ve que el programa aquel de Dragó con Arrabal danzando como una prea entre los invitados, en el que André Malby comentó que cuando era niño su padre le dijo que el Apocalipsis consistía en "mear contra el viento", causó hondo impacto entre los lugareños. Pero una cosa no quita la otra y el familiar mío residente todo el año en ese lugar está hasta la punta de la polla de que le meen en el portal. Está tan harto que ha llegado a pasar las noches al lado de la ventana, con la oreja puesta, agazapado, para cuando oye que alguien entra a orinar, rociarle desde arriba con aguarrás según sale al exterior subiéndose la bragueta. Aconsejado por toda la familia, desistió en su actitud guerrera y optó por dejar el portal cerrado a cal y canto con un pestillo que se compró de importación norteamericano de puta madre que se caga la perra. De esta manera todo fue maravilloso. Mi familiar dormía apaciblemente, el tiempo pasaba inexorable y la muerte se podía apreciar, a lo lejos, cada vez más cerca -el estado vital en el que más a gusto estamos nosotros, los castellanos. Pero resulta que con las fiestas, la regularización de inmigrantes, que si la abuela fuma, el vecino rumano antes mentado había cobrado la extra como todos los curritos del país. Ocasión que aprovechó raudo para dejarse hipnotizar por las lucecitas y soniquetes de la máquina recreativa y depositar en su interior, previo cambio en barra en moneda más pequeña, toda la extra, la nómina y, por qué no, los ahorros desde que llegó a España. A las dos horas y tres cuartos de botella de wisconsin, al ver que no obtenía nada a cambio, ni siquiera un llaverito con el rostro de Massiel y la leyenda "peor me fue a mí", el ciudadano salió a la calle en dirección al hogar profiriendo juramentos que combinaban al Altísimo con generosas defecaciones y Ceaucescu. Hasta aquí, mi familia y yo podemos firmar ante notario que nos suda la polla todo. Mas cuando el tronco llegó al portal de su vivienda, que es la nuestra, y comprobó que estaba cerrada con llave, podríamos atribuirlo a causas de carácter psicopatológico por una acumulación oclusiva de emociones adversas, podríamos decir que en estado de embriaguez se pierde el civismo, podríamos decir que el tipo estaba pidiendo que, atenazado con firmeza por cuatro recios brazos jóvenes y peludos, se le descubriera el cuello para que un tercer caballero le castigase la nuez con una barra de acero. Podríamos decir muchas cosas. El caso es que el señor, en lugar de abrir con su llave, rompió a patear la puerta con todo su corazón transilvano. A las patadas les siguieron gritos, sapos y culebras, escabechinas verbales y algarada en general. Mi familiar, medio en pijama, semidesnudo, pero con la botella de aguarrás con el pitorro recortado a punto para disparar, flipó cuando vio que el intruso era el puto inquilino, el vecino, nuestro amigo ¡nuestro hermano! Y preguntóle qué cojones pasaba. A lo que el otro contestó que si pagaba un piso, tenía derecho a que le abriesen las puertas cuando le saliese de la polla si éstas estuvieren cerradas. Conversaciones de borrachos aparte, el incidente tuvo que ser tratado en una reunión familiar de primer nivel. En ella, yo me callé y me limité a escuchar. La resolución final abogaba por agotar las vías legales. Y ahora no sabría decir cuál es, pero la que sí describiría con todo lujo de detalles es la opción que propuso otro familiar, de ochenta y dos años y que, ojo, aún sigue trabajando y de chófer además, basada en la experiencia de un lugareño que, ante la entrada furtiva de unos desconocidos en el portal de su casa, sacó la escopeta de repetición y disparó por el hueco de la escalera con terrible estruendo "para acojonarlos", objetivo que alcanzó fácil, aunque nunca se supo si el rapaz era el puto cartero. Todos estos trámites me resultaron muy europeos, se me ha salido Europa por las orejas en estas fechas. Aunque, con todo, degusté feliz el curso de los acontecimientos y la evolución de los míos en relación con el entorno. Hace poco más de un lustro los protagonistas de una historia similar fueron los gitanos, el patriarca, la Guardia Civil y las armas de mi casa, confiscadas ellas, las pobres.

2007 tiene pinta de buen año. El último siete, 1997, estuvo magnífico e inenarrable. Que Dios reparta suerte. Si he de pedir un deseo, me conformo con soportar no más de dos averías de metro por semana. Se me centrifuga el estómago cada vez que una me arranca tres cuartos de hora de mi vida, Esperanza. Ten un poco de consideración.

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