lunes, 21 de febrero de 2011

Los domingueros madrileños: usos, costumbres y utilidade

¿Alguien se acuerda de la película de los Doors de Oliver Stone? En ella, un jovencito Jim Morrison iba tranquilamente de viaje en coche con sus papis y, de repente, se topaban con un accidente. El niño veía a un indio morirse en la cuneta atropellado y luego esa visión le acompañaría toda su vida. Yo también tengo una visión que me acompaña desde crío relacionada con una cuneta.

A mí de pequeño mis padres me llevaban mucho a la Casa de Campo o la Pedriza a andar y, como bien es sabido, arrancar lagartijas de su medio natural. Siempre que nos adentrábamos en dichos lugares me llamaba mucho la atención que donde nosotros dejábamos el coche para ponernos a andar unas cuatro horitas y luego comer por ahí perdidos, alejados del mundanal ruido, había un gran número de gente que plantaba el campamento. Sí, en el puto parking. Me resultaba muy curioso que la gente entendiese por un día de campo pasar la jornada en un aparcamiento de tierra lleno de cacas de perro. Pero eso no es tan grave comparado con lo que me obsesionaba, y es que, si unos acampaban en el aparcamiento, otras familias lo hacían en la mismísima cuneta. Y esa es la visión que me persigue: Todo un clan sentado en sillas alrededor de una mesa degustando unos filetes empanados en tuperguares junto a una botella de tintorro. La abuela a un lado haciendo la fotosíntesis y unos cuantos niños jugando al balón, con toda la composición situada, y esto es lo importante, a doce centímetros de la mismísima cuneta. Disfrutando del sol, el campo, los filetes empanados y una frecuencia de tráfico de un coche cada quince segundos pasando delante de sus mismísimas narices.

Ya de muy pequeño empecé a preguntarme qué clase de seres aberrados eran estos. Pero mis dudas se fueron esclareciendo conforme me escolaricé y vi que en las salidas campestres que organizaba el colegio, nos metían en autobuses, nos soltaban en el aparcamiento de ora la Casa de Campo ora Cercedilla y, bajo la orden de "no paséis de esas lomas", nuestro día de campo consistía en jugar al fútbol hacinados en cincuenta metros cuadrados, es decir, igual que en el patio del colegio pero con mierdas de perro, en la Casa de Campo, y de vaca, en Cercedilla. Bonito recuerdo tengo yo de la mierda de vaca en una salida de estas. A los tres minutos de bajar del autobús me senté, literalmente, en una quedando toda la parte trasera de mi pantalón llena de puta mierda fresca. Así pasé el día, jodido y amargado y con poca gente a mi alrededor. Para más inri, me mareé en el bus de vuelta y me poté encima. Y, nada más llegar, me esperaba mi madre para ir al dentista. Un día redondo. Luego se quejan en Irak. El caso es que yo me preguntaba, qué clase de desgraciados disfrutan así de la naturaleza, y según crecía me fui dando cuenta: los madrileños. En concreto, los domingueros madrileños. Pero da igual porque madrileño y dominguero casi viene a ser lo mismo.

Mi odio, posteriormente, se fue acrecentando a medida que me fui echando a perder. Siempre que he pisado un parque público ha sido para hacer el mal, esto es: charlar alrededor de litronas con gentuza. Pero ¡ojo! sin tambores ni mierdas. Vestidos de tribu urbana como los cretinos adolescentes que éramos, pero limpios, sin perros y a las órdenes de Su Majestad el Rey de España, por supuesto, cuyo ejemplo, por otra parte, es el que seguíamos y fuimos abandonando conforme empezamos a sufrir enfermedades hepáticas del tipo de la cirrosis y derivados. En los parques públicos había muchos domingueros. Siempre mirando mal o desconfiando de todo aquél que no fuera a los columpios con cuatro moñacos. Detectarlos era sencillo, sólo había que escuchar en la lejanía dos palabras que pronunciadas con normalidad -papá, mamá- son hasta bonitas, pero que hecho del modo dominguero, con la sílaba tónica en la primera "a" -pápa, máma- te hacía vomitar antes de haber ingerido tus cuatro litros de Cola Rioco con Vino Pryca-Montemelo. Visualmente, la localización es más sencilla: En los ochenta bigotes y anoraks con motivos geométricos elegidos al azar en caprichosos colores fosforitos; mas en los noventa plumíferos de dimensiones bárbaras -debieron confeccionarlos tomando como modelo a Juan Antonio San Epifanio- con una entrega ya total y absoluta al chandalismo extremo, que del mismo modo que extreme lesbian bondage es una categoría pornográfica, no sé por qué el extreme bizarre weekend chandalism no está incluido en la lista de parafilias humanas, pues es tan ofensivo para la moral pública como el primero.


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La políticamente incorrecta ecuación del chandalista


Por otra parte, hay un elemento muy curioso que prevalece sea la década que sea. El dominguero, por alguna razón, tiene problemas con los objetos y tiene que transportarlos. Para ello, antes llevaba una especie de neceser o bolso de mano llamado "mariconera". Una cosa así muy de gitanos a la que el dominguero medio se entregaba con la pasión de los dualismos existenciales, en este caso, el de su admiración y rechazo a la etnia calé. Más adelante, seguía existiendo la necesidad de transporte de objetos personales, pero cambiaba el envoltorio. Nos situamos ya en la era de las riñoneras, satánico atavío para trasladar enseres que, por otra parte, a saber qué mierdas serían, quizá unas pelusillas de bolsillo, un tornillo y tres o cuatro pesetas oxidadas. En Me Tenéis Contento la política de traslado de objetos personales por la vía pública tiene una línea clara y definida: todo aquél que lleve por la calle algo más de lo que le cabe en los bolsillos es maricón. Opinamos que el hombre sincero y honesto, si ve que algo no le entra en el bolsillo del pantalón, lo deja en casa. No usa un aparato, ya sea riñonera o bolso, para ir por ahí con más cosas de las que le permite su condición de homínido. El hombre de verdad no se engaña a sí mismo y a la sociedad, se conforma, y si necesita llevar algo que no le cabe en el bolsillo, lo lleva en la puta mano, hostia, que cada día sois más gays. Si un hombre no tiene cojones para ir por la vida con lo que puede guardar en los bolsillos de sus vaqueros, no tiene nada, ni palabra de honor. Cierto es que ir con el discman en agosto en la mano, como se hace en Me Teneis Contento, estimula las glándulas sudodíparas de dicha mano de manera extrema conformando una sensación de tortura refinada en la extremidad, que se está deshidratando la pobre, pero, joder, las mujeres tienen la regla y le ponen menos pegas a la vida. En resumen: El hombre heterosexual y machote como yo, lleva el discman en la mano, lo pasa fatal, no disfruta de la música durante el camino y luego se deja el aparato en la barra de algún bar. Digamos que es algo gilipollas, sí, pero al menos le podrá decir a su hijo con firmeza que él, en su juventud, no llevó un bolso de maricón, ni de hippi, que es peor.

Podríamos seguir hablando durante horas de las prendas domingueras. Que si una bandera de España en el reloj, moda que ya no se lleva, pero que tenía mucho pedigrí. Que si escayolos, mocasines con calcetines blancos -por cierto, volviendo al tema de la integridad sexual, nosotros de niños decíamos: calcetín blanco, zapato oscuro, maricón seguro. El caso es que merece más la pena señalar otros aspectos del dominguero madrileño. Por ejemplo, su inabarcable concepto de la higiene. Veamos, si un energúmeno malas pintas está sentado en un banco de un parque público con sus amigos bebiéndose unas litronas, es un asco, una vergüenza. Un motivo para echar miraditas amenazantes y estar a punto de llegar a las manos. El típico y deplorable conflicto de agarrones entre dos machos en diferentes celos de apareamiento, el uno amargado porque lleva siete años sin follar, y el otro amargado también porque le quedan siete para hacerlo por primera vez. En fin, beber en los parques puede llegar a ser asqueroso si se hace siguiendo la tradición de, al acabar el litro, lanzarlo verticalmente para que en su caída se rompa en mil pedazos que se clavaran en mil pies de niños con zapatillas Victoria de mercadillo -de las de ver una de tu número en un cajón gigante y pasarte la mañana buscando otra del mismo tamaño para reunir el par, muy entretenido para jubilados y gente de malvivir, pero muy duro para el hombre de hoy que no lleva bolso ni riñonera- y luego, tras reventar el vidrio, pota uno encima de los cristales. No es que sea un comportamiento muy católico, de acuerdo ¿pero por qué ha de serlo el que tu moñaco se cague en el dodotis y lo eches en una papelera de rejilla, de forma que quede expuesto tanto a la vista como a las pituitarias ajenas?. Que si ya se ven manadas de humanos enteras huir cuando escuchan el pápa-máma, ni que decir tiene el miedo que alberga el homo-sapiens para adentrarse en un territorio cuyos límites están demarcados con fresca y humeante mierda de crío estratégicamente dispuesta. Llegados a este punto, se preguntará el lector madrileño ¿y qué podríamos hacer con toda esta ralea de domingueros? Para mí está clarísimo: invadir el País Vasco.

Porque con el ejército profesional de mierda el Estado ha perdido a su mayor proveedora de alcohólicos, la mili. De modo que los soldados tienen que estar haciendo horas extras en los bares bebiendo tintorro, como toda la vida, por otra parte, para sostener el PIB agrario del interior de España, vinícola en su mayoría. Pobres patriotas, así que la única fuerza de choque que nos queda no es otra que los domingueros. Y no es manca, atención:

Para llevar a cabo este ambicioso plan, en primer lugar habría que celebrar las fiestas de Moratalaz del año que viene en Hernani. Acto seguido, miles de domingueros infestarían las carreteras y playas vascas. Un hermoso cinturón marítimo de dodotis cagaos serviría para bloquear toda la región, de modo que se impediría la entrada en el País Vasco de una sustancia vital para la vida en el lugar: el speed. A falta de éste, por lo menos la mitad de los vascos saldría de sus casas para vagar confusos por las calles hasta caer aletargados, como dormidos, y perecer. En una segunda fase, las suegras de los domingueros harían cadenas humanas en los puticlubs de la zona alzando ejemplares del Alfa Omega del ABC, espantando a los asiduos, que huirían despavoridos hasta ver como explotaba su bolsa escrotal unos metros más allá -como en Fortaleza Infernal, pero los huevos en lugar de la cabeza- por lo que otros tantos morirían por reventón de la zona testicular, dado que descargar con una vascuence, como bien dicen los Lehendakaris Muertos, es el verdadero problema vasco: no hay manera. Posteriormente, los que quedasen morirían en los bares. Porque una cosa sí trasciende por encima de todos los pueblos: el comercio. Y teniendo una demanda tan grande de pinchos de tortilla con mayonesa expuestos un par de horitas al sol de mediodía, los hosteleros no se iban a cortar en llenar la barra de tamaño veneno, quitando los pinchos a los que están acostumbrados por el lugar, por ejemplo: cresta de gallo con setas (lo probé en Bilbao y me clavaron bien además) El caso es que para soportar los pinchos de tortilla con salmonelosis hay que haber pasado muchos veranos en Torremolinos y desarrollar los anticuerpos. Y los vascos, por no salir, no han salido ni de su boina. Así que se produciría una selección natural y el homo eusquéricus sería eliminado del mapa en un plis. Finalmente, dado el alto número de Gómez que hay en los movimientos abertzales, yo sostengo que el problema no es cosa de la raza, si no del clima. Esos cielos encapotados tan cerca del suelo deben generar una especie de campo eléctrico que de algún modo u otro multiplica la mala hostia de los campesinos pasando luego lo que pasa. Por lo tanto, daría ventajas fiscales a la producción de chandals en otra región para que se produjeran migraciones de regreso. Y el País Vasco se precinta cuidadosamente y se instala un cementerio nuclear y a tomar por culo ya de una vez. Vamos, que ni pintado el plan. Espero que Su Majestad lo lea. Estoy seguro de que sí.

Y hasta aquí hemos llegado. Un saludo a mis amigos de Moratalaz y a los que llevan bolso. Seguid persiguiendo ese arco iris, chicos. La próxima vez, hablaremos de los que no sois madrileños, es decir, los paletos. Porque como dice un conocido mío, en España han muerto más paletos por golpe de azada en el cráneo a causa de cuatro centímetros de tierra que por herida de bala en la Segunda Guerra Mundial. Y eso da para mucho.

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