Recuerdo perfectamente aquel día. Salía yo del colegio. Estaría en segundo o tercero de EGB. Fuera me esperaba un colega para irnos juntos a casa. Crucé la calle hacia él. Era un día gris, lluvioso. Cuando le alcancé escuché detrás de mí ¡pof!. Me giré y vi cómo un anciano, abuelo de algún crío, se había resbalado con el paso de cebra y se había comido el suelo bien comido, tanto, que al levantarse, le colgaba el labio superior completamente desprendido de la cara. La preciosa postal navideña me dejó sin poder comer ni dormir un par de días. Era yo un chico impresionable, porque recuerdo perfectamente cómo otros mozos de mi edad, que estaban a mi alrededor, hacían chistes con que si su labio una lombriz colgando, etc... Al poco tiempo, tuve la suerte de asistir a la práctica desintegración de una anciana por un camión del patrocinador del Real Madrid por aquellas fechas, Parmalat. Ambos sucesos me crearon conciencia y pasé unos días preocupado por los viejecitos. Me apenaba profundamente observar que el medio les era completamente hostil y que a duras penas iban sobreviviendo cada día pasando aventuras, como ir a comprar el pan, que les podían costar la vida. Pero, sí, he dicho unos días, y es que fueron sólo unos días. Al poco tiempo mi opinión empezó a cambiar cuando nos repartían cromos gratis a la puerta del cole para que nos enganchásemos las colecciones que salían. En el bullicio desatado en el momento, tirarle tú del pelo a un compañero para que se apartase, vale, pero lo que no había forma de justificar es que un viejo te agarrara la cara con la mano como una alien ponedora y te metiera el dedo hasta la laringe no sé si con vistas a, efectivamente, ponerte huevos, o a untar en lo que hubieras desayunado para dárselo a un pajarillo que llevara en el bolsillo en plan Hombre de Alcatrazz. El caso es que mimaban tan hasta la nausea a sus nietos que no les dejaban meterse en el remolino de chavales histéricos y los muy cabrones se introducían ellos arramplando con todos los sobres de cromos con la delicadeza y la fragilidad de movimientos de una persona que se está ahogando debajo del agua. Pero hablando de agua, mis problemas con los ancianos se pusieron más feos en otra ocasión posterior. Esta vez fuera del colegio, en verano, le tiré un globo de agua al Setenta y por lo visto, entró por una ventanilla que estaba abierta y, a las dos horas o así, cuando más desprevenido estaba correteando por ahí, surgió un viejo de la maleza, como un guepardo, y me agarró brutalmente del brazo con las dos manos. Que me iba directo a comisaría con él. Yo lo negué todo, como es costumbre en esta casa, pero resulta que me había visto bien cuando cometía mi húmeda intifada. Estuve como una hora y media con el brazo asido por las garras de ese venerable anciano. Con la lagrimilla colgando por el dolor cual Candy Candy atrapada en un cepo para zorros. Al final me soltó, supongo que porque veía que le hacía runrún el estómago y ya era la hora de deglutir sus nutrientes, a saber qué porquerías: tuétano, sesos, casquería... Pero yo lo pasé mal, de verdad. Pasé muy mal rato. Fue angustiosa la mañana que me dio el puto viejo. Aunque ahora lo pienso y hubiera estado bien haber ido a comisaría a ver qué le decían al denunciar que "no es que este niño de diez años le ha tirado un globo de agua al autobús y me ha mojado". Hubiera sido un buen parte de culo. Pero, claro, yo pensaba que me iban a encarcelar con el Pirri y el Torete.
Omitiré algunas anécdotas posteriores de índole violenta. Sobre todo por si pusieron denuncia, aún no ha prescrito y un honorable señor inspector está leyendo estas líneas. Pero sí puedo hablar de la tercera edad madrileña y el divertido mundo de la sexualidad. De entrada, un vejete, muy simpático que, en la Plaza del Rastrillo, en una alegre y disparatada época en la que yo iba ahí a comprar droga, tenía que esperar siempre un buen rato a que apareciera el camello y durante ese periodo, siempre una hora por lo menos, el anciano se te acercaba con cara de angustia, como desesperado, casi llorando, te agarraba de las solapas y te espetaba: Por favor, por favor... ¿puedo chuparte la polla? por favor... por favor, déjame chupártela por favor". Y no era a mi sólo, era también a yonkis de cincuenta años de edad la mar de atractivos y con un sex appeal que ya lo quisiera Rick Modelitos Martel. Pero vamos, le echabas para un lado dándole en la chepa con un periódico al grito de "¡tuso! ¡tuso!" y no pasaba nada. Aunque fue en el Parque del Oeste, donde la cosa ya pasó de castaño oscuro. Estaba yo con mi ex, que era muy oportuna ella, y a un entrañable y lleno de vida señor mayor al que, cosas de la primavera, sorprendimos haciéndose una paja detrás de un árbol a tres metros de nosotros mirándole las tetas, le dijo que era un guarro y tal entre risas, porque resultaba ridículo el hombre, la verdad, meneándose la polla escondido detrás de un tronco mocho. Pero resulta que el encantador jubilado, echó a andar hacia ella llamándola "puta, que eres una puta". Yo levanteme raudo con la intención de incrustarle los nudillos en las fosas nasales sin contemplaciones, pero resultó que advirtiólo y de la mariconera -toda la vida pensando qué llevarían en las mariconeras los viejales- sacó un machete de apreciables dimensiones y dirigióse hacia mi, por lo que no me quedó otra que coger a la chica del brazo y echar patas cuesta arriba -para más inri- pisando cacas de perro. Fue tal la mala hostia que me entró y me sentí tan ultrajado, que hasta hablé con un amigo mío que de todas las tendencias, las pasarelas, lo fashion y tal, él había elegido para vestirse el look "cabeza rapada" y para leer, pues en lugar del Glamour o la revista Vanidad, el fanzine Cirrosis, ese en que venían los nombres completos, dirección y teléfono de ciudadanos de ideas avanzadas e invitaba a regalarles a sus madres un presente tan fabuloso como que aparezca tu hijo muerto con cuatro puñaladas en un descampado a las cinco de la mañana. Le comenté el incidente del viejo pajero porque a él también le había pasado algo similar y acordamos ir un día a darle una paliza a todos los pajilleros que pilláramos por medio en el Parque del Oeste, pero afortunadamente se quedó en eso, en un acuerdo verbal. Aunque me sentí bastante lleno de odio por unos días. Finalmente, me viene a la mente un viejo que se la casca en el WC de Atocha, donde no es noticia, de hecho más de una vez meas con un pajillero a cada lado, pero es que éste se la cascaba con una cara de pena, así despacito, mirándote el rabo con el rostro desvaído, que entraban ganas de decirle: mire, señor, cásquesela todo lo que quiera a mi costa, pero hágame el favor de por lo menos sonreír un poco de medio lado porque me está partiendo el alma, cojones.
Pero esto no dejan de ser sino anécdotas triviales. Diamantinos instantes en una existencia patética. El verdadero pánico con la tercera edad, aquí en Madrid, se sufre en los transportes públicos. En el metro, valga este ejemplo: el vagón hasta arriba, no cabe nadie más, pero un anciano se empeña en entrar comprimiendo a todos los pasajeros a base de empujar al pelotón como si fuese una masa informe dúctil y maleable. Penetra y se queda entre la gente y la puerta. Llegamos a Avenida de América, donde se baja todo el mundo, se abren las puertas detrás de él, pero no se mueve. Los viajeros salen como pueden a su derecha y a su izquierda, pero no los que están enfrente. La gente apelotonada grita y se arrastra como en Heysel. Pero él no se inmuta. Es más, se agarra más fuerte. Alguien grita: "¡Salga y vuelva a entrar por el amor de Dios!". Él lo oye, pero ni mira, se agarra más y más fuerte. Cuando por fin la gente ha logrado salir, ves cómo hay señoras con un sofoco, niños a punto de vomitar, escayolados buscando sus muletas, pero él ha mantenido la posición. Como en las escaleras mecánicas. Todo el mundo sabe que en esta ciudad hay un código no escrito por el que los que se ponen a la derecha suben sin andar dejando la izquierda libre para los que tienen prisa. Pero siempre te toca un anciano en la izquierda delante de ti cuando más prisa tienes. Se lo ruegas: "¿me deja pasar?". Se asusta. Alguien vocifera más abajo. Él atrapa el pasamanos, pone el culo ligeramente en pompa y aprieta los dientes: por sus cojones que no se mueve hasta llegar arriba. Y digo yo, a raíz de los acontecimientos, que todo esto demuestra que Franco era antifascista. Porque si en vez de enviar a Hitler la División Azul, hubiera enviado un par de regimientos de ancianos reclutados en el metro de Madrid -que ya existía por aquel entonces- en el frente oriental los alemanes no hubieran cedido ni un palmo de terreno. Conquistar, no sé, pero ceder, nada de nada. O en Normandía, con poner una silla de autobús de la EMT en mitad de la playa con un viejo sentado, los aliados no hubieran pasado ni con destructores imperiales flanqueados por ocho estrellas de la muerte. Y es que la relación entre transporte público y mayores es explosiva. Dentro del bus, ves peleas a muerte por un sitio y, una vez conseguido por los vetustos gladiadores, comienzan las largas, extensas y detallistas conversaciones sobre enfermedades: que si a mi cuñado le extirpan los ojos, que si a mi hermano le amplían la vejiga, que si a mi marido le han puesto un páncreas de goma colgando de la punta de la polla, que si cáncer de sida, que si... Las líneas de autobús que llevan a ambulatorios, especialmente si tienen consulta de especialistas, son tan estimulantes como el AVE Mathausen - Treblinka. El otro día fui yo a hacerme unas radiografías a San Blas en el Setenta y, al volver, por lo visto un viejo había cometido la osadía de discutir el orden de la fila para subir al bus. No me enteré mucho, porque iba con los cascos, pero delante de mis narices los dos adorables abuelos comenzaron a reventarse la cara a hostias. Abochornado, intervine y agarré a uno diciéndole: "¿pero qué hace usted, hombre de Dios?" Y él, con los ojos inyectados en sangre y mostrándome los caninos afilados y brillantes, me clavó las uñas gruñendo cual pollinocerdo salvaje: "¡Mi mujer! ¡Mi mujer!". Sin tener ni puta idea de qué cojones me hablaba, giré la cabeza 180º siguiendo la dirección de las serpientes que proyectaba su mirada y me encontré con que, el otro viejo, mientras yo agarraba a éste, había aprovechado para zumbar a su esposa. Pero zumbar unas hostias con hache morrocotudas mientras la mujer se retorcía por el suelo mostrando la combinación a toda la parada -prenda a la que yo me refería hasta no hace mucho, en mi bendito analfabetismo, con el término "código". En cuanto me percaté de lo demencial de aquello solté al viejo que retenía, que ya estaba espumando por las fosas, como quién tira a lo lejos las bragas de una amante que había sustraído con fines masturbatorios y al desplegarlas se topa con un hermoso palomino aún caliente y goteante. Dije: ¡hale! ¡Arrancaos los ojos!. Y me fui en busca de una parada de metro, que me daba bastante vergüenza permanecer allí después de mi heroico papel en la pelea.
Como yo no soy puta ni esto un cabaret, no obviaré las razones por las cuales los ancianos van por la vida como terroristas sanguinarios. Que no es porque sean malas personas, tontos de baba o extraños infraseres. Es peña que se siente y se sabe inferior. Y este sentimiento lo que desencadena son dos tipos de reacciones: por un lado hay quienes, al verse menos, se cagan, van acojonados y tienen las reacciones típicas que genera el miedo; por otra parte, están los listos, los que al verse inferiores tratan de aprovecharse de ello. Es todo bastante humano. Pero también hay que tener en cuenta que si se da el fenómeno es por algo. Y es que si a algo empuja esta sociedad de consumo, de "lo quiero todo y lo quiero ahora", es a ser eternamente chispeante y juvenil. Lo añejo apesta y se aparta, se desplaza y se margina. Por lo tanto, desde aquí, vamos a defender dos posturas para evitar este cisma entre juventud y tercera edad. Nosotros, los jóvenes de ahora, llevamos años poniéndonos ciegos, con el sudor de nuestra frente, hasta lograr que España sea uno de los primeros consumidores mundiales de drogas. Tanto rollo con la selección de fumfol y aquí, cientos de miles de jóvenes anónimos hemos situado a la Patria en lo más alto. Es la única escapatoria posible para no terminar agarrándole la vena cava a otro sujeto para arrebatarle el asiento del bus. La juventud actual tenemos como modelo para envejecer a Paco Rabal en "Los Santos Inocentes". Queremos acabar sin juicio alguno persiguiendo pájaros con una sonrisa en los labios y un vacío en el craneo. Todo para terminar, si acaso, violando una niña de catorce años y que te linchen los vecinos del lugar. Es un final más digno que el que se propone en este inicio del siglo XXI. Aunque claro, si nos queremos encaminar hacia el desarrollo sostenible, la otra variable, que habrá que estudiarla en su justa medida, es tomar medidas en plan "Cuando el destino nos alcance" de Charlton Heston. Coges a los viejos, les pones a Kenny Gee, y cuando se despisten ¡zas! Inyección letal y a fabricar galletas con el cadáver. Nutritivos snacks crujientes ideales para los que están creciendo. Cualquier cosa mejor que tenerlos por ahí como zombies violentos. Porque para simple y llanamente esconderlos, no sé si habrá presupuesto.
Y para más negritud relativa del aire, el otro día fui a ver Una Historia de Violencia, que no me gustó y por lo tanto me cagué en ella y sobre todo en vosotros con esta reseña.
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